Compartimos aquí el un extracto del capítulo inicial (y la tesis conceptual) de nuestra más reciente apuesta editorial Queremos Sonreír / Activar la cultura local. Un acercamiento a las prácticas culturales contemporáneas que están trabajando para empoderar a la ciudadanía, dinamizar procesos de aprendizaje y pensamiento crítico y, en general, ofrecer alternativas para el acceso a la cultura en la esfera local.

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Algo está sucediendo en el McDonald’s

El lugar es un McDonald’s. Un local de la conocida cadena de hamburguesas McDonald’s. La sucursal no está ubicada, como podría imaginarse, en Arkansas, o en Kentucky, o en Michigan, o en Oklahoma, regiones de Norteamérica con la tasa máxima de restaurantes de comida fastfood por habitante. El McDonald’s del que hablamos aquí está en Europa. Concretamente en el suburbio de Saint-Barthélémy de la comuna de Marsella, «una burbuja africana junto al Mar Mediterráneo», la ciudad con más inmigración de toda Francia y próxima a convertirse en el territorio de mayoría musulmana más grande del viejo continente. Gente venida de Armenia, de Marruecos, de Túnez, de las islas Comoras; pero también de Rusia, de Italia, de Israel. A la amplia diversidad de los orígenes se opone la aparente uniformidad del restaurante. El imaginario es, por demás, conocido: los mismos colores rojos y amarillos, similar arquitectura, idénticos productos y reclamos comerciales, siempre la misma ideología.

En el exterior del edificio, sin embargo, se encuentra la diferencia: los más de 70 empleados de la filial se manifiestan frente a la fachada del negocio. En nada, los 70 son 200: vecinos, residentes y personas vinculadas al barrio se adhieren con igual rabia y entusiasmo a la muchedumbre sublevada. Pero las pancartas que alzan entre sus manos y agitan al ritmo de los cánticos no protestan, como cabría intuir, contra el modelo imperialista de consumo masivo, ni denuncian el déficit nutricional de los menús de la cadena. El popular comercio de la eme gigante no cumple aquí la función de sinécdoque del capitalismo, ni ejemplifica las perversidades de la industria alimentaria. El tumulto protesta por el cierre inminente del restaurante y la orfandad en que su desmantelamiento deja al barrio: «No combatimos a favor de McDonald’s», asegura uno de los amotinados, «combatimos por lo que McDonald’s representa para las personas de esta comunidad», dice.

El enfrentamiento comenzó en mayo del año 2018, cuando el propietario de seis de las franquicias de McDonald’s repartidas por Marsella decidió prescindir de sus negocios y amenazó con el cierre de las sucursales. Al final del proceso de negociaciones se decidió que cinco de los restaurantes continuarían bajo la marca McDonald’s, mientras que un sexto, el de Saint-Barthélémy, sería reconvertido en un local de Hali Food, una desconocida marca de comida halal. Según el diario francés Le Monde, el argumento para la transformación era económico: la central de McDonald’s no podía permitir los cerca de 3,3 millones de euros en pérdidas que la sede en cuestión registraba desde el año 2009. Una parte de los afectados, sin embargo, sugerían razones muy distintas: a las dificultades asociadas al hecho de mantener un negocio operativo en uno de los distritos más castigados por el paro, la violencia y el tráfico de drogas de la ciudad mediterránea, se agregaba el incómodo papel que la sucursal había ido adquiriendo como eje aglutinador del barrio.

El conflicto cristalizó tres meses después, la mañana del 7 de agosto, cuando Kamel Guemari se atrincheraba dentro del restaurante y, bañado completamente en gasolina, amenazaba con prenderse fuego: «Escuchadme, no voy a hacer el idiota. Quiero dar un mensaje», decía en un vídeo transmitido vía Facebook y reproducido por el diario El País. «McDonald’s es responsable de este restaurante. Hace tres meses que los estamos llamando sin que nos hagan caso. Decidle a McDonald’s que me llame. Si nadie entra aquí no habrá problemas», espetaba Guemari. Para fortuna de los protagonistas, el episodio no pasó de ser un incidente gracias a la persuasión de los gendarmes. Pero el acto temerario de este hombre alto y delgado de 37 años, lo convirtió en un pequeño símbolo de una de la más rocambolescas luchas sociales de la Europa reciente. Las protestas se extenderían cerca de cuatro meses y, luego del intento del vecino por inmolarse, el tribunal local acabaría dando la razón a los huelguistas. A pesar de que los propietarios de la franquicia amenazaron con recurrir la sentencia, el juez no permitió la operación y dio validez al argumento que atribuía al local de McDonald’s un papel indispensable en el entramado social de Saint-Barthélémy.

Resulta imposible no pensar en lo ocurrido por las mismas latitudes hace más de una veintena de años, cuando otro de los aguerridos líderes locales, el carismático José Bové, se autoproclamaba un moderno Astérix que combatía el hostigamiento voraz del gran imperio. La disputa de entonces era también contra McDonald’s, aunque en calidad de invasor de la última aldea gala que resistía contra la influencia cultural de las corporaciones extranjeras. El gigante de la hamburguesa era, para Bové y media Francia, el enemigo de su soberanía alimentaria. Se defendía entonces la calidad y salud de los productos locales frente a «la carne hormonada, la dioxina en los pollos y, en general, la masificación y uniformización del gusto en los comestibles». La lucha identitaria de aquel tiempo parece refundada. Otros argumentos, si bien igualmente válidos y apremiantes, marcan las necesidades de la aldea en el presente. Porque el McDonald’s de Saint-Barthélémy es ahora mucho más que un McDonald’s. Sin apenas darse cuenta, los empleados y habitantes del distrito convirtieron los escasos metros del restaurante en el centro social del pueblo, un lugar de reunión y convivencia en un barrio desamparado por la administración. Sin ningún equipamiento o espacio público para su convivencia y con la mayoría de los comercios cerrados a causa de la degradación, la violencia y la crisis económica de los últimos tiempos, lo que ocurría en Saint-Barthélémy ocurría en su McDonald’s. Con los años, la sucursal se erigió en el lugar de reunión para la comunidad, el único en que se prohibía traficar. Niños, abuelos, familias, jóvenes… todos acudían al restaurante, lo de menos eran las hamburguesas. Los políticos locales de izquierdas ya no boicoteaban, como habría ocurrido en otra época, a la multinacional norteamericana. McDonald’s fue allí, por una vez (o quizá no), más que emblema de la cultura desechable y el capitalismo desalmado, símbolo de lucha y convivencia. «Algo importante está sucediendo en este MacDonald’s… pero no sé lo que es. De un momento a otro, vamos a arañar la felicidad. En MacDonald’s, allí, allí estamos…» (Manuel Vilas. MacDonald’s, 2006).

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La pregunta que nos asalta ahora mismo, más allá de las evidentes paradojas que la anécdota despierta, es una interrogación sobre la naturaleza de nuestra actividad. Porque es imposible acercarse a la historia que retrata el McDonald’s de Saint-Barthélémy sin detenerse a analizar (y cuestionar) el caso desde la perspectiva, los retos y las incertidumbres de la gestión de la cultura:

— ¿Qué hace que un equipamiento diseñado desde los criterios de la administración; o desde los preceptos más rabiosamente contemporáneos de la teoría de la gestión cultural, no consiga vertebrar el tejido local y en cambio, un espacio aparentemente ajeno a toda pauta de dinamización, logre por sí solo construir y fomentar la comunidad?

¿De qué están hechas las dinámicas, las relaciones, las participaciones, las herramientas, los intereses, los aprendizajes, los intercambios y los afectos que componen esa sólida red de convivencia alrededor de un impersonal y hasta aburrido McDonald’s?

— ¿Qué estamos desatendiendo y qué debemos tener en cuenta los profesionales de la cultura para conseguir promover no sólo aproximaciones a lo cultural sino, sobre todo, la posibilidad de poner en marcha procesos que activen el entorno local y empoderen a la ciudadanía?

Las respuestas son diversas y seguramente contradictorias. El camino que buscamos trazar para intentar resolverlas está guiado por las voces de una decena de colectivos que, a nuestro entender, están generando acciones que responden al imperativo de la activación de la cultura local: una cultura que se aleja de los grandes centros, de los escenarios que normalmente se consideran el hábitat natural de las producciones culturales; para reconocer, analizar, comprender e intervenir en territorios con frecuencia relegados del núcleo (discursivo, presupuestario y de concentración de la oferta) del sistema cultural. Colectivos, activistas, artistas y gestores culturales que producen proyectos para crear tejido, empoderar a la ciudadanía, dinamizar procesos de aprendizaje y pensamiento crítico, promover soluciones a problemas sociales concretos y, en general, ofrecer alternativas, al margen de las agendas institucionales, que favorezcan el acceso al capital cultural.