Por Angel Mestres (@mestresbcn) & Xema Gil (@xemagilQuizá como no sucede en la mayoría de los campos profesionales, en el sector cultural se convive continuamente con un cuestionamiento de raíz al respecto de la naturaleza de su actividad […]. Si hay una necesidad permanente de definir la cultura y sus variables (común e interminable es, por ejemplo, el debate entre baja y alta cultura, o entre el posicionamiento de las industrias creativas y las industrias culturales); existe también una imperante necesidad de nombrar, legitimar y comprobar el sentido y valor de la cultura dentro de la sociedad. En un escenario tan revolucionado como el actual, donde la redistribución y las limitaciones constantes del capital parecen nublar la necesaria atención a este sector, la pregunta cobra impulso y trata de imponer ideas, respuestas y preguntas vigentes.

Hace apenas unos días veíamos a uno de los espacios de reflexión en materia cultural más importantes de la ciudad de Barcelona, el CCCB, acudir precisamente a estas mismas preguntas y ponderaciones. ¿Cuál es el sentido de la cultura? se preguntaban ellos; y lo hacían convocando a una jornada intensiva en la que una serie de expertos, gestores, profesionales, programadores, instituciones, artistas, curadores, mecenas y agentes independientes, abordaban desde muy diversos puntos de vista cuestiones tan elementales pero de gran calado como: ¿importa la cultura?, ¿para qué sirve?, ¿qué entendemos por ella?, ¿a quién debería importarle?, ¿cuál es su impacto en el desarrollo social y la calidad de vida del ciudadano?

La búsqueda de un consenso al respecto no podía ser ajena al contexto de crisis actual, sin embargo, en el caso del CCCB rebasaba aquel planteamiento acercándose también al patente déficit de la percepción social sobre el rol de la cultura, y al cuestionamiento de su beneficio social o el retorno de la necesaria inversión en la materia. Temas que sin duda la mayoría de los profesionales de la gestión cultural nos hemos planteado de muy variadas formas y que, desde Trànsit Projectes, estamos abordado continuamente.

La reflexión propuesta entonces por el mencionado centro, no podía caer en un momento más oportuno, tanto para el entorno como para nosotros mismos. Pues hace tiempo que nos preguntamos sobre qué mecanismos posibles podemos diseñar para hacer cuantificables estos retornos de nuestra actividad, tanto en materia social y medioambiental, como en materia económica. Si desde el seno de los profesionales del sector se comparte la idea de que los efectos de la actividad cultural en la calidad de vida de los ciudadanos y en el contexto social son inminentemente positivos, los pasos dados hasta ahora para concretar métodos que confirmen ese impacto a través de indicadores cuantificables, indicadores que puedan evidenciar el valor que la cultura aporta, han sido escasos o marcadamente tímidos.

Sin embargo, en los últimos meses han aparecido una serie de recursos que bien nos pueden ayudar a concretar métodos mucho más eficaces de medida, y esbozar indicadores de impacto. Entre ellos cabe destacar tres ejemplos que a nuestros ojos se aparecen como fundamentales para animar ese esbozo:

  1. En mayo de 2013 el Centre for Economics and Business Research’s (CERB) presentó al Arts Council England y al National Museums Directors’ Council del Reino Unido el siguiente informe “The contribution of the arts and culture to the national economy” que puede consultarse aquí.Un análisis de la contribución macroeconómica de las artes y la cultura, y de algunos de sus aportaciones indirectas a través de los efectos que desde ella se hacen sentir en la economía en general.
  2. En España, a principios de 2013 el Observatorio Vasco de la Cultura presentó la “Evaluación del retorno social de las ayudas públicas en cultura”, disponible aquí.Un informe que toma como punto de partida el diseño y concreción de criterios a tener en cuenta a la hora de medir el valor público de la cultura, así como los beneficios que tiene para la ciudadanía. Todo esto buscando sistematizar dicha medición en relación a las subvenciones y ayudas públicas en el ámbito cultural.
  3. La apuesta de la próxima16ª Fira Mediterrania de Manresaque se celebrará entre 7 y el 10 de noviembre de 2013 es otra clara muestra de este interés manifiesto, pues tendrá el foco puesto en el Retorno Social de la Cultura (firamediterrania.cat). En ella se expondrá el citado estudio del Observatorio Vasco de la Cultura, así como el Método SROI, del inglés Social Return on Investment, metodología ampliamente utilizada en Reino Unido e Irlanda desde el año 2009, pero casi desconocida en nuestro país.

Se trata pues de una serie de acciones llevadas a cabo desde diferentes instituciones que bien pueden representar el germen de un avance duradero en estos temas, así como ayudar a resolver las no pocas dificultades intentando abordar este tipo de metodologías. A nuestro entender, ese camino pasa por una serie de retos muy concretos. Desafíos que van desde la comunicación, hasta la necesidad de posicionar la actividad creativa alrededor de la cultura como un pilar fundamental para la transformación. Exigiendo nuevas maneras de leer y cuantificar el alcance y la pertinencia social de la cultura.

El primero de los retos es sin duda el de poder establecer un “lenguaje común” entre todas las entidades y actores que hacen posible el mundo de la cultura. Un lenguaje que permita, de forma consistente, compartir entre cualquier tipo de agente y público, sin importar la naturaleza de su actividad o su procedencia. Un canal de comunicación que propicie poner en común las ideas, los proyectos, los esfuerzos y los benchmarkings realizados. Un lenguaje consensuado para identificar y categorizar el VALOR a través de los cambios que se generan en las partes implicadas dentro de la actividad cultural.

Es en este reto donde aparece una metodología que nos puede ayudar a esbozar esta medida de la que hablamos antes, se trata del SROI que plantea uno de los avances más interesantes en materia de indicadores: el objetivo del SROI es ayudar a las organizaciones a conocer los beneficios sociales, medioambientales y económicos que se crean a partir de sus actividades. La metodología se desarrolla sobre el análisis tradicional de costo-beneficio y capta el valor económico de los capitales sociales. Se trata entonces de la consideración de todas las partes vinculadas (stakeholders) desde el inicio del estudio, siendo éstas quienes deben describir y definir el cambio percibido y concretar su valor. En este contexto, los receptores de la acción cultural pasan a ser el centro del análisis y quienes hacen tangible su valor. Por ello, establecer un lenguaje común resulta fundamental para poder vehicular las percepciones de los diferentes agentes y cuantificar entonces esa serie de beneficios.

Cabe mencionar que ese valor descrito antes debe medirse mediante indicadores de resultados (outcomes) utilizando términos monetarios. El dinero en este caso es sólo la representación del valor para poder calcular coste-beneficio de las acciones culturales. Construido de esta forma el SROI es mucho más que un número; es la historia del cambio y del trabajo conjunto de transparencia y de corresponsabilidad entre los diferentes actores involucrados. Es esencial pues, que sean los propios receptores del cambio los que describan y definan cómo dicha transformación les ha afectado, y concreten así su utilidad.

Un ejemplo posible para este caso podría ser el formato i+C+I (Investigación + cultura + innovación) del Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona. Una oferta formativa híbrida, entre taller, seminario, workshop y conferencia, que ha conseguido establecer, desde hace algunos años, un diálogo común y muy fructífero entre el público y el centro. El modelo, enfocado en hacer repaso por diferentes prácticas de innovación en cultura, presenta el muy particular fenómeno de acoger a una comunidad muy fiel de seguidores. Hablamos de un público constante, que acude a este evento de forma sistemática, repitiendo una y otra vez su asistencia a los talleres sin importar la variedad de sus temas; sólo porque es afín al modelo, porque es fan de i+C+I y entonces, por que ha entablado diálogo fructífero con el proveedor del servicio. Un público que, aún y cuando las temáticas varíen mucho entre uno y otro ciclo, o de entrada no parezcan guardar afinidades muy profundas entre ellas para poder aspirar a tener el mismo target, asiste a las actividades de forma sistemática. Si este ejemplo se toma en cuenta en términos de indicadores, la pregunta sería ¿cómo valorar económicamente la fidelización de los públicos? O, de igual forma ¿cómo cuantificar la formación de una comunidad y diferenciarla de los simples valores de recurrencia? El establecimiento de ese diálogo podría ser una vía para explorar dichas interrogantes.

El segundo de los retos, pilar para la metodología SROI, radica en medir lo que realmente importa y no aquello que es fácil de medir. Si el resultado del cambio que buscamos generar (outcomes) es importante, deberemos también encontrar la forma de medirlo aunque en un primer momento no sea evidente. Esto conforma uno de los retos más importantes que el sector cultural tiene por delante: el de desarrollar procesos de innovación que permitan la identificación de las nuevas formas de cuantificar; que indiquen el cambio relevante para demostrar el valor de las acciones culturales.

En este caso se nos ocurre un ejemplo que bien podría relacionarse tanto con los modelos keyinesianos de la gentrificación cultural, como con procesos de creación de marca urbana similares al caso de Barcelona. Tomando en cuenta aspectos vinculados con la actividad que nos atañe, sería muy interesante encontrar un consenso sobre, por ejemplo, cómo medir el atractivo cultural de una ciudad o un territorio en términos de retención de talento; o de generación de iniciativas de interés; o de emergencia de empresas creativo/culturales radicadas en la ciudad, y cuantificar todo ello en términos monetarios. Al respecto de este ejemplo nos viene a la cabeza el caso de la empresa General Electric que, a mediados de los años sesenta, citó las atracciones culturales de Louisville como uno de los puntos relevantes al momento de tomar la decisión de instalarse en el lugar. Actualmente la cultura sigue siendo un argumento de las ciudades para captar empresas: en 2006 Nissan comentó que el “robusto ambiente cultural” de Nashville fue uno de los argumentos que pesaron en el momento de decidir donde relocalizar sus oficinas (Vivien Schweitzer. Survival Strategies for Orchestras. 2011), cuantificando así, de alguna forma, el valor cultural como materia incidente en términos de rentabilidad económica. Estas hipótesis traerían también a colación ideas tan ampliamente discutidas como la clase y las ciudades creativas de Richard Florida. Una planteamiento que explica cómo, a su entender, las relaciones entre la renovación urbana y la migración de talento a las áreas metropolitanas en términos de la emergencia de una clase creativa, tienen una elevada incidencia en el desarrollo económico de la ciudad en cuestión y que, quizá, podrían ayudar a diseñar el indicador sobre el que nos atrevemos a especular.

Por último, el tercer reto radica en no exigir y reivindicar un valor a la actividad cultural y a las organizaciones involucradas que no son responsables de crear. Es decir, los esfuerzos que se puedan hacer en la medición del SROI no implican un reclamo excesivo de retorno a las actividades culturales. Esto obliga por lo tanto a la consulta constante de tendencias y puntos de referencia para evaluar los cambios efectuados, y a ser conscientes de lo habría pasado si no se hubiera implementado una determinada actividad cultural en un determinado contexto. Entendiendo que, según se mire, la cultura puede no tener retorno, es sustancia; o, dicho de otro modo, que hay muy variados tipos de retorno que pueden legitimar o hacer necesaria una actividad cultural.

Aquí un ejemplo que nos es muy cercano puede resultar bastante ilustrativo. Se trata del Centro de Creación y Cultura contemporánea de Mataró Can Xalant. Un espacio centrado en generar actividades de reflexión y acción artística, cultural y formativa, en la ciudad de Mataró y el territorio del Maresme. Después de un proceso gestión que se mantuvo vigente durante cinco años, el centro fue cerrado y su espacio destinado a otro tipo de actividades locales. Entre las afirmaciones que se ofrecieron para defender esta postura se argumentaba que, en momentos de mayor solvencia económica el ayuntamiento quizá podía permitirse “frivolidades” como la de tener un centro de cultura contemporánea en un lugar como Mataró, pero que, “en la actual situación de precariedad, nada justificaba el dispendio económico que la continuidad del centro conlleva para las arcas municipales”. La conclusión, según se mire, podría parecer válida, aunque el procedimiento no tomaba en cuenta otros aspectos del impacto que un proyecto como ese había estado generando en su entorno y que, por ende, lo hacían pertinente. Durante sus años de vida Can Xalant colaboró con muchas entidades mataronesas: escuelas, institutos, grupos de teatro, asociaciones de vecinos; y colectivos como la Asociación de Artistas Urbanos del Maresme o la Asociación Cultural Gitana de Mataró y el Maresme. Esas relaciones de trabajo generaron programaciones vinculadas de una u otra forma con la comunidad próxima a la sede de Can Xalant, siempre a disposición de ese entorno. Teniendo esto en cuenta, el éxito del centro no podía medirse en términos de solvencia económica, pues su impacto en el desarrollo de la comunidad artística local y en la dinamización cultural de su contexto eran sus verdaderos objetivos. Igual de equivocado que exigirle una rentabilidad, o al menos una mínima autosuficiendia económica, hubiera sido pretender que el éxito del proyecto se midiera en la posible capacidad del centro para reducir el paro laboral en Mataró; dado que ambas cosas no estaban al alcance de una iniativa de ese tipo.

En este sentido es importante el consenso y la cooperación dentro de nuestro sector para considerar la contribución de otras personas u organizaciones a la búsqueda de estos resultados. Si el contexto está convulso y nos exige repensar muchos de los estamentos de nuestra actividad, podemos estar seguros de que el cambio nos presenta también muchas oportunidades. Tenemos la posibilidad, después de muchos años, de construir un nuevo modelo. Una vez más constatamos que las herramientas están allí, existen, lo mismo que las metodologías, es cuestión de potenciar su uso y explorarlas para hacer posible que “un proyecto cualquiera deje de ser cualquier proyecto”. Sólo hemos de decidir qué queremos ser y encontrar un espacio de consenso colectivo y trabajo conjunto de adaptación a los nuevos tiempos. Lo que está en crisis no es la cultura en particular sino ciertos hábitos y prácticas. Aprovechar los nuevos imputs que el entorno nos lanza será sin duda el primer paso para la construcción de una cultura mucho más vinculada con su valor social; pero también con su retorno económico y su responsabilidad ambiental. Pues, sin duda, si no tenemos los fundamentos para responder (y cuantificar) a la necesaria presencia de dichos valores en cultura, no podremos diseñar las estrategias para mejorar el alcance de su impacto en la vida de todas las personas.